jueves, 19 de noviembre de 2009

Oscar Barrientos

Oscar Barrientos (Punta Arenas, 1974). Se tituló de Profesor de Castellano en la Universidad Austral de Chile. En la misma casa de estudios obtuvo un Magíster en Filología con mención en Literatura Hispánica. Ha publicado los libros La ira y la abundancia (Mosquito Editores, 1998) y el poemario Égloga de los cántaros sucios (Ed. El Kultrún, 2004). Editorial Cuarto Propio publicó su Trilogía de Puerto Peregrino -una ciudad mítica al sur del mundo-, que abarca los libros El diccionario de las veletas y otros relatos portuarios (2002), Cuentos para murciélagos tristes (2004) y Remoto navío con forma de ciudad (2007). Este año publicó su primera novela titulada El viento es un país que se fue (Ed. Das Kapital, 2009). Próximamente la editorial venezolana “El perro y la rana” publicará una antología de sus cuentos.



LA REINA ENANA

Perdonadme, alfareros, los que buscáis los nocturnos
soles;
tratantes rudos, perdonad a esta vieja iguana
que gira sobre sí misma en las irisaciones de los
helechos,
y vive en el terror de otra luna, con un pie bajo los
sicomoros



Mahfud Massis






Respetable público, bienvenidos al Gran Circo de la Patagonia, el espectáculo itinerante más sorprendente y famoso que viaja desde la extensión sin horizonte de la pampa hasta nuestra costa de olas hinchadas, desde el Río Negro hasta el estrecho de Magallanes, desde el Puerto


de Santa Cruz hasta Tierra del Fuego, sin soslayar poblados, islas o caletas donde habiten almas dispuestas a contemplar el show que conmueve el entendimiento, que enciende los corazones como antorchas de carnaval.


Pasen señoras y señores, niños y niñas, a disfrutar del Gran Circo de la Patagonia. Esta noche


les presentaremos los números más escogidos de nuestro prestigioso elenco, entre ellos al gaucho laceador de temporales, nieto del no menos célebre Martín Fierro que hará bailar los chiflidos del viento con su larga soga. Estarán con nosotros también los hermanos Runca, últimos selknam que arrojarán flechas asesinas sobre el cuerpo de la bella princesa indígena Calafate. Sentiré el pavor en sus rostros cuando Matías Ríspoli dome ante ustedes los baguales


más fieros que capturó en los cerros de Isla Riesco, caballos carnívoros que miden el doble de un caballo normal. Los tonys Cucharita y Tremulín se harán presentes junto con el tierno puma Rumión que rescatamos de las faldas de Última Esperanza. Con seguridad se remecerá nuestra pista aérea cuando los trapecistas y águilas humanas vuelen sobre nuestras


cabezas tripuladas por el indómito hombre- carancho. Venidos de la mismísima cueva de Quicaví veremos levitar en los límites de la gran carpa que nos cobija a cinco brujos con sus chalecos de piel humana y su aceite de muertos que brilla sobre sus pelapechos como cirios de funeral. Y desde el continente blanco estará con nosotros el insólito mago Trafalgar Antártico quien sobrevivirá al peso de treinta bloques de hielo gracias a sus inigualables dotes de escapista. Serán bienvenidos a este escenario internacional tragasables, damas renacentistas, contorsionistas, acróbatas y el funámbulo oriundo del indómito Chaco boreal que cruzará de extremo a extremo los pilares de nuestra carpa. No quiero asustarlos pero esta noche salpicada de estrellas estará presente el gran gigante Patagón con sus brazos que miden doce varas y cuyos pasos en la lona enmudecerán los latidos de la tierra. Qué decir de la música de la estudiantina croata con sus bizernicas y sonidos de Dalmacia que...”mantas de castilla montados en unos guanacos que sonríen.

Así brotaba el discurso de un señor Corales que en vez de tarro de pelo y frac rojo, calzaba bombachas y boina con pompón. Palabra tras palabra, verbo vacío sobre rostro asombrado, mosca azul sobre flor mustia, elocuencia que envenena los silencios hasta fundirse en el vacío.

Los costados de la carpa de circo flameaban ante la embestida de un viento que soplaba sin descanso. Sobre el fondo naranjo de sus lonas se extendían grandes harapos rojos y azules que trasmitían los mensajes claros de la dejación y el olvido.

Visto a la distancia, la carpa de circo era una cúpula multicolor y temblorosa en medio de un pequeño caserío con techos de latón y ventanas de aluminio. Un riachuelo que parecía una lágrima en medio de la desolación murmuraba su rumor de aguas muy cerca. El cartel, que apenas se sostiene con la furia del temporal, muestra a dos payasos con mantas de castilla montados en unos guanacos que sonríen.

Aquella muchedumbre diversa y taciturna rodeaba el círculo-escenario: Ovejeros que bajaban

de los galpones de esquila, niños de ojos tristes y mejillas entumecidas, mujeres con delantales floreados y grasientos, puesteros, un hombre con una pequeña radio en la mano escuchando un partido de fútbol apenas audible, una vieja loca riéndose sola, payasos a medio filo que se empinaban sendas cajas de vino antes de entrar a la función.

Por otro lado, los acróbatas ejecutaban sus proezas a una altura casi irrisoria, el puma Rumión

era pequeño y sarnoso, los baguales parecían simplemente caballos flacos que trotaban

en círculo, muchos hombres del público eran más altos y corpulentos que el gigante Patagón y los brujos chilotes volaban atados a un cabo de manila alrededor de la pista. Los payasos y la estudiantina croata entraban al escenario cuando los números decaían o se tornaban demasiado aburridos.

En un momento dado, el tahúr que oficiaba las artes del croupier –prestidigitador se confundió

ante un viento que se filtró por las rendijas de la carpa llevando sus cartas quién sabe dónde. El señor Corales irrumpió con su retórica ampulosa:

Ilustre público asistente, el número que corona esta función del Gran Circo de la Patagonia es la aparición mágica de Lucila, la reina enana que controla los temperamentos del cielo y la noche. Originaria de la Isla Decepción fue venerada por los navegantes de todas las latitudes por su poder para controlar el curso de las nubes y el rugir de los vendavales. No se engañen, en ese cuerpo ínfimo radica el sortilegio de los temporales, la potencia del oleaje, el curso de los vientos. Con sólo soplar su remolino puede lograr que las nubes precipiten sus secretos humores. Con ustedes, amable pueblo de Coirón Alegre, Lucila, la reina enana.

Las pesadas cortinas del telón se sacudieron ante un sorpresivo chiflón de aire que se coló por las rendijas de la carpa. Por primera vez, en medio de ese carnaval triste, las miradas estuvieron teñidas de asombro.

El pequeño cuerpo apareció desde el fondo oscuro del escenario. Calzaba zapatos de charol y un vestido lila decorado por lentejuelas iridiscentes. Tenía la cara redonda como una luna y su expresión parecía aburrida, los ojos grandes, la boca pequeña. En sus dedos regordetes había un remolino amarillo.

Algunos en el público observaban a la reina enana con el mismo rostro de decepción y tedio que caracterizó a todos los números anteriores. Incluso se oyeron unas pifias desde el flanco de la galería ante ese espectáculo patético donde la obviedad y la farsa se desnudaban grotescamente.

Pero cuando Lucila comenzó a soplar levemente el remolino, las miradas se detuvieron perplejas

ante ese rotar cadencioso y casi hipnótico. Las aspas giraban sobre sí mismas convocando

fantasmas, quimeras, nostalgias apenas perceptibles, antesalas que recordaban lunas opacas o estruendosos oleajes.

Primero fue el frío polar que se apoderó de la carpa, acallando los rugidos del viento. Los rostros

se veían asombrados ante la inminencia de un arte que no pertenecía a este mundo y un aire puro, libre de pesadez, dejaba en el ambiente un racimo de sensaciones inquietantes.

En ocasiones, la realidad parece una postal de un país remoto y exuberante que nunca visitaremos.

Luego ya habrá tiempo para que toda la miseria del universo se precipite sobre esas instantáneas de película muda.

Uno de los niños que estaba en la entrada de la carpa gritó:

-¡Está nevando!

La reina enana seguía soplando sobre el remolino amarillo y las lentejuelas de su vestido parecían cambiar de color.

Durante una hora hombres, niños, mujeres, payasos y acróbatas jugaron con la nieve como asistiendo a un regalo que los dioses le otorgan a los lugares donde nunca habrá testigos de sus excepcionales prodigios y en que todo está condenado a ser un recuerdo nebuloso, casi como un sueño.

Entonces, ya no se trataba de una reina enana soplando un remolino amarillo, sino más bien de una deidad venerada por los corsarios y navegantes de lejanos continentes otorgando su plegaria a una pequeña monarca de los elementos que llevaba entre sus manos un cetro

similar a una veleta, un amuleto capaz de controlar el curso del aire y las lágrimas que emanan de las nubes. – Bendice nuestro velamen con tu soplido, pequeña protectora de los rufianes- oraban los piratas facinerosos con alfanjes al cinto y collares de oro en el cuello, allá en el pequeño tabernáculo rocoso de la Isla Decepción.

Al cabo de un rato, la reina enana hizo una reverencia que nadie aplaudió y los monos de nieve empezaron lentamente a derretirse, desmembrándose en la pampa como cuerpos engangrenados.

Todos se retiraron a sus casas frente la inminencia del poderoso viento norte que volvió a ejercer su ilimitado dominio.

Mientras el circo embalaba la carpa, la noche se tornó más tormentosa, creando hostigosas ventiscas que se arremolinaban en un gran tremolar de tierra y polvo. No es raro que a veces la noche parezca una boca y que los mitos sean las únicas cosas en el mundo destinadas a su domesticación. Tengo la impresión que a esa hora todos se olvidaron de la reina enana y la Estrella Polar seguía allí custodiando el cielo limpio que no le pertenece a los hombres.

El remolino amarillo yacía en la maleta de viaje.

El cartel de madera que rezaba el nombre de Coirón Alegre se sacudía movido por el viento.

Un niño miraba desde la ventana de su casa como se perdía el circo en la inmensidad de la noche.

 
 
 
 
Cuento inédito

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