jueves, 19 de noviembre de 2009

Pedro Guillermo Jara

Pedro Guillermo Jara (Chile Chico, 1951). Realizó estudios de Literatura en la Universidad Austral de Chile. Es fundador, editor y director de la revista de bolsillo Caballo de Proa. Ha publicado Historias de Alicia la uruguaya que llegó un día (autoedición, 1979), Para Murales (Ed. El Kultrún, 1988), Plaza de la República (Ed. El Kultrún, 1990), Disparos sobre Valdivia (Ed. El Kultrún, 1997), De cómo vivimos con Jesse James en Chile Chico (Autoedición, 2002), Relatos in Blues & Otros Cuentos (Puerto Montt, 2002), Minimales, Tres obras de Teatro Breve (Conarte-Valdivia, 2003), El Rollo de Chile Chico (Conarte- Valdivia, 2004), Cuentos Tamaño Postal (Ed. El Kultrún, 2005), De Trámite Breve (Ed. Caballo de Proa, 2006), El Korto Cirkuito (Afiche-literario, Autoedición, 2008) y Tres disparos sobre Valdivia, de Peter William O’Hara (Ed. Kultrún, 2009).




BREVES FOGONAZOS POLICIALES


LAS FRUTAS MADURAS DEL CRIMEN



Los ratis conocían de memoria las caletas de carteristas, monreros, escapistas, cogoteros y demases en donde se reunían todas las noches para beber y comentar sus fechorías. Eran caletas ubicadas en barrios marginales, lúgubres, mal iluminados. Los hampones sabían de las redadas que cada cierto tiempo realizaban los ratis. Y había que estar preparados, «limpios

», sonrientes de oreja a oreja. Y bien peinaditos.

Lo más extraño para el detective Hipólito del Tránsito Baeza era un leve sonido que invadía el local cuando realizaban la redada: «¡Toc-toc-toc!» Y después de «¡Vamos, rapidito, cédula de identidad, contra la pared, piernas separadas», venía el registro para ver si había armas blancas o fierros. Como inocentes palomas todos los badulaques estaban limpios de polvo y paja. Todo era muy sospechoso. Y sobre todo esas sonrisas de oreja a oreja.

A Hipólito del Tránsito lo intrigaba eso del «¡Toc-toc-toc!», que lo persiguió por un largo tiem-po.

Pero cierta noche descubrió el acertijo por «cachativa», por «inspiración», no por libros, ni teorías, ni por Cesar Lombroso, ni Hans Gross, ni por Edmond Locard sino que por pura corazonada.

En una de las últimas redadas de control y una vez que los malandrines estuvieron contra la pared, Hipólito del Tránsito recorrió el local en búsqueda del origen de la musiquilla que le quitaba el sueño: «Mis nudillos contra la puerta y tenemos el toc-toc-toc», pensó; «Mis pasos sobre el cemento y tenemos el toc-toc-toc», pensó; «Mis dedos tamborileando sobre la mesa y nuevamente tenemos el famoso toc-toc-toc», pensó; «Metal sobre madera... Metal sobre madera», pensó... y abruptamente un fogonazo iluminó el cerebro del rati: dio vuelta una de las mesas y ahí estaba la evidencia: cuando los malandrines veían ingresar a la policía tomaban sus armas blancas y las ensartaban bajo la mesa: ¡Toc-toc-toc! y los corvos, cholitas, dagas, cortaplumas, estoques, punzones y quiscas quedaban colgadas como frutas maduras del crimen, ocultas a la vista de los ratis mientras los malandrines sonreían de oreja a oreja bien peinaditos y «limpios».

JUAN “SOPLETE” ESPINOZA

Para los compañeros del módulo 51, en Valdivia.

El abogado me dijo que intentaría rebajar la condena. Que el caso estaba complicado porque nos pillaron con las manos en la masa. Que no había vuelta, que las pruebas que presentaron

los peritos eran contundentes. Yo no tenía dinero para contratar a peritos externos. En el juicio oral mi defensor me dijo al oído que lo reconociera. Que me hiciera el loco. Que alegara inocencia. Que de pronto todo se me había ido al rojo y que no me acordaba de nada. Que me llevaron engañado. Que yo no tenía idea del golpe. Eso le dije al Juez de turno. No me creyó. Me dieron 9 años y un día. Luego mi abogado defensor me comentó que la había sacado barata. Cerró su maletín, me dio la mano y nunca más lo vi. Me mandaron a la cana nueva para cumplir sentencia.

Lo que el Fiscal y el abogado defensor no sabían es que yo podía escapar cuando quisiera porque después de estudiar el fenómeno poseía una extraña habilidad: con puro tocar el cemento

o la reja de hierro la podía fundir. ¿Qué me costaba? Nada. Primero me concentraba, cerraba los ojos, me mentalizaba. Después de la concentración como que ingresaba a una zona oscura en donde caminaba a ciegas, tanteando las paredes hasta llegar al núcleo del pensamiento. Allí existe un caldero de fuego y luego pasaba todo ese pensamiento de fuego a la punta de mis dedos. Después del proceso salía una llama de color azul. Una vez cargado con esa energía como que iba visualizando los átomos, los ordenaba en una fila y los dejaba pasar uno a uno, con las manos tomadas en la espalda, bien ordenaditos. Primero los más duros, el hierro, número atómico 26, el más porfiado y lo transformaba con la llama azul. Luego, los átomos más blandos, el carbono, número atómico 6, el más fácil porque el hierro está formado por hierro y carbono, pero el carbono era el más entregado a la manipulación. Lo que hacía era transformar los componentes de los átomos en luz: de este modo lo blando se podía transformar en sólido o lo sólido en materia más blanda. Y luego, si quisiera, podía caminar sobre el agua o traspasar una pared, o convertir los barrotes de una reja en barras de greda o el cemento en gelatina. Desde ahí al milagro había que dar un solo paso. Por eso mi alias: Juan “Soplete” Espinoza, especializado en chapas, candados, cajas fuertes, cadenas. Pero pensándolo bien, ¿qué sacaba con estar afuera? ¿Qué haría? ¿Volver a lo mismo? No, no quería más. Estaba cansado y viejo. Además trabajar era complicado porque por todas partes estaba el ojo de Dios observándonos a través de sus cámaras de vigilancia y sus cuadrantes.

Así es que me quedé guardado. Aquí estoy, tranquilo: me visten con jeans y una casaca, me dan una camisa, ropa interior, me la lavan, me dan tres comidas al día, agua caliente para el mate y derecho a tener un televisor y una radio en la celda. Tengo un cuaderno, lápiz y libros. La celda la compartimos con tres compañeros, con baño incluido.

Una vez a la semana voy a un taller literario y cambio de paisaje. Cuando llegamos a la sala de clases podemos disfrutar del panorama que se ve desde el tercer piso: los techos de algunos edificios, la capilla a nuestros pies, el hermoso venusterio; a la izquierda el bosque con sus árboles nativos, chucaos, el agua que corre desde un manantial, las orejas de palo, enredaderas; un poco más al centro, y a la distancia, se ve la carretera, casas, vehículos que transitan, una carreta con bueyes; más allá, y a la distancia, los cerros, nubes, y el cielo. Y un poco más allá del horizonte la libertad. Pero no tenemos acceso a ella, sólo la vemos porque tras ese horizonte la libertad nace y muere con el sol.

Ese primer día el profe de literatura nos dijo: he dividido el paisaje, lo que ustedes ven desde aquí: los edificios y techos, el bosque, la carretera, los cerros, nubes y cielo. Cada uno tome un trozo de esa realidad y escriban algo, un cuento, un poema, una reflexión, lo que ustedes quieran. Y que era una tarea “para la casa”. Nos reímos. El también y terminó esa clase hasta la próxima semana.

Mientras hago la tarea en un rincón del patio del módulo 51, no falta el compañero que me pide fuego para encender el cigarrillo y yo se lo enciendo con la punta de mi dedo índice. Todos se ríen y yo continúo escribiendo. Gajes del oficio les digo, muy serio: pensar, escribir e imaginar.
 
 
 
de DISPAROS SOBRE VALDIVIA (1996)

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